Cultura

La masacre de San Juan en verso y prosa

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En homenaje a los caídos en la masacre minera del 24 de junio de 1967

Víctor Montoya*

20 de junio de 2025

La presente compilación, intitulada “La masacre de San Juan en verso y prosa”, obedece al llamado de mi conciencia que, por razones inherentes a la sensibilidad humana, no pudo borrar de los recuerdos aquel trágico episodio que me tocó vivir en la infancia y cuya impronta permaneció como una llama encendida en mi memoria. Quizás por eso, a pesar del tiempo transcurrido y a modo de saldar cuentas con el pasado, me propuse emprender la tarea de reunir en un volumen a los autores nacionales y extranjeros que, de manera vivida y sufrida, escribieron en torno a las causas y consecuencias de la masacre de San Juan.

 

La primera parte, desplegada en pocos y selectos versos, es una poética inspirada en una tragedia que enlutó a las familias mineras la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, asesorado por la CIA y secundado por el Alto Mando Militar boliviano, decidió tomar por sorpresa las poblaciones de Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, con el pretexto de frenar la “subversión extremista”, arrestar a los dirigentes “Castro-comunistas” y evitar que los trabajadores realicen su “ampliado nacional minero”, con el propósito de apoyar a la gesta guerrillera comandada por Ernesto “Che” Guevara en las montañas de Ñancahuazú.

Las tropas del regimiento “Rangers, Camacho” y “13 de Infantería”, ingresaron a los campamentos mineros amparados por la oscuridad y disparando sus armas automáticas contra la población indefensa, justo a la hora en que unos se recogían a descansar y otros se alistaban para ingresar a trabajar en la “primera punta”. Los tiros de las ametralladoras, morteros y bazucas, que en principio se confundieron con la detonación de los cohetillos y cachorros de dinamita, se escucharon por algunas horas en la población civil y los campamentos mineros, como un estampido similar a los truenos que se desatan en las alturas, mezclándose con el lamento de los heridos, el llanto de los niños y el grito de protesta de las “amas de casa”. Al cabo de la denominada “Operación Pingüino” y al nacer la alborada del 24 de junio, en que el viento laceraba la piel y el frío hacía crepitar las piedras, las calles estaban regadas de sangre y los dolientes recogían los cuerpos inertes de los caídos.

La poesía revolucionaria requiere no solo de un razonamiento y argumentación convincentes, sino también de una exposición donde la melodía prosódica y la connotación semántica de las metáforas sean recursos válidos para exaltar el discurso poético, cuyo significado y significante están destinados a cumplir la función de transmitir las ideas libertarias de un modo esplendido y sin ambigüedades, como en esa poesía musicalizada por el cantautor Nilo Soruco, en la que sus versos, dedicados al dirigente Rosendo García Maisman, van más allá de las simples plegarias, hipérboles y alegorías, en un intento por reivindicar la intrépida actitud de un hombre que, luego de tocar la sirena del sindicato en señal de alarma, defendió el edificio y la radioemisora “La Voz del Minero”, armado con un fusil M-1, hasta que una bala le alcanzó en su humanidad y le segó la vida entre borbotones de sangre.

Estas poesías de denuncia y protesta, que reflejan su propiedad expresiva en el manejo ético y estético del lenguaje, son las mejores manifestaciones de quienes dedican su tiempo y talento al oficio de hilvanar palabras que, una vez lanzadas como dardos de rebelión y reflexión crítica, encuentren ecos en la mente y el corazón de los lectores sensibles ante el dolor humano y las injusticias sociales.

El fuego de la palabra escrita, en un contexto herido y convulsivo, tiene una fuerza capaz de tocar las fibras íntimas del ser y trastocar las emociones alojadas en las galerías del alma. Esto ocurrió en el congreso de escritores realizado en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca, el 26 de junio de 1967, donde el vate Jorge Calvimontes y Calvimontes provocó, durante la declamación de su poema “La fogata de San Juan”, la muerte por infarto del profesor Miguel Ángel Turdera Pereyra, quien se desplomó ante la mirada absorta de un público de sentimientos abrumados y respiración en vilo.

Esta poesía de compromiso social, que transmite razonamientos y estados de ánimo, constituye una majestuosa sinfonía que se alza en crescendo para dejar constancia de que los crímenes de lesa humanidad no pueden quedar en el olvido ni en la impunidad. De ahí que el poeta que escriba y describa la trágica historia de la masacre, con las técnicas propias del género más exigente de la literatura, donde la belleza del poema depende de la pasión, capacidad y experiencia del autor, logrará crear una obra imperecedera, digna de un artista comprometido con el verbo y la realidad social.

Los poetas reunidos en esta compilación, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que experimentaron las familias mineras en carne propia, saben rescatar con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pesar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue cuna, escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales como Federico Escobar Zapata, César Lora, Isaac Camacho, Irineo Pimentel y Domitila Barrios de Chungara, entre muchos otros.

Con este puñado de poemas dedicados a la masacre de “San Juan”, los poetas nos recuerdan, entre verso y verso, la necesidad de rescatar la memoria histórica de los mineros y rendirles un justo homenaje a los caídos bajo el fuego fulminante de la bota militar, que sembró el pánico y terror entre las fogatas menguantes del 24 de junio de 1967, que empezó siendo una fiesta tradicional y terminó cubriéndose de sangre, lágrimas y suspiros de hondo pesar.

En la segunda parte de esta compilación, que tiene el objetivo de ser un nuevo aporte a la ya extensa bibliografía sobre un acontecimiento fratricida que conmocionó a un país asolado por un régimen militar despótico, cuyos crímenes marcaron a fuego una de las etapas más sombrías de la historia nacional he querido incluir también algunos textos escritos en prosa, no solo por su inconfundible valor testimonial, sino también por su enorme significado documental.

Los autores, con solvencia y autoridad moral, se refieren a los antecedentes que dieron paso a la conocida “masacre minera de San Juan”, que dejó un reguero de heridos y un saldo de más de dos decenas de asesinados entre hombres, mujeres y niños.

Reconocidos intelectuales bolivianos, como Sergio Almaraz, Armando Córdova Saavedra, Trifonio Delgado Gonzales, Nila Heredia Miranda, Guillermo Lora, Max Murillo Mendoza, Luis Oporto Ordóñez, Marcelo Quiroga Santa Cruz y René Zavaleta Mercado, coinciden en señalar que la masacre se produjo como consecuencia de la existencia de un grupo de insurgentes, que inició sus acciones en marzo de ese mismo año en la zona de Ñancahuazú, al sudeste de Bolivia.

En un trabajo como el presente no podía faltar la versión del historiador inglés James Dunkerley, el periodista argentino Eduardo Molina, la escritora ecuatoriana María del Carmen Garcés, la antropóloga social norteamericana June Nash, el historiador norteamericano S. Sándor John, el periodista argentino Mariano Vásquez y el filósofo francés Regis Debray, quien formó parte del foco armado de Ernesto “Che” Guevara en sus inicios y reafirmó la tesis de que el régimen de René Barrientos Ortuño usó el pretexto de la guerrilla para tramar, en colaboración con sus asesores norteamericanos, una estrategia militar que impidiera a cualquier precio una alianza orgánica entre mineros y guerrilleros.

Asimismo, consideré necesario insertar testimonios de primera mano, como el de Domitila Barrios de Chungara, el líder político Filemón Escóbar, el dirigente sindical Simón Reyes Rivera, la viuda de Rosendo García Maisman, el escritor y exsacerdote José Ignacio López Vigil, la profesora Olga Vásquez de Escóbar. Y, como es natural, otros de carácter más literario, como el de Eliseo Bilbao Ayaviri, Grover Cabrera García, Diego Martínez Estévez, Foster Ojeda Calluni, Óscar Soria Gamarra, Víctor Montoya, César Verduguez Gómez, Moema Viezzer, José Luis Zabalaga, Ricardo Zelaya y el célebre escritor uruguayo Eduardo Galeano, quienes confirman la tesis de que las tropas militares, aprovechándose de la fiesta del 23 de junio, tomaron por asalto los campamentos mineros de Cancañiri, Siglo XX, Catavi y la población civil de Llallagua, donde la noche de San Juan se celebra de manera tradicional, con libaciones, bailes, juego artificiales y fogatas.

Las tropas del ejército, en cumplimiento de un plan siniestro y premeditado, irrumpieron en el escenario de la masacre aproximadamente a las 04.40 de la madrugada, una vez que la mayoría de los trabajadores se habían retirado a descansar, dejando atrás las menguantes brasas de las fogatas y sin tener posibilidades de organizar una resistencia eficaz contra los uniformados, que estaban dispuestos a cumplir con su misión a sangre y fuego.

En esta misma compilación, y sin que medie preámbulo alguno, se incluyen los apuntes escritos por Ernesto “Che” Guevara en su famoso “Diario”, ya que dan una perspectiva de quien, a la distancia y por medio de las transmisiones radiales, se informó de los sucesos de la masacre en Siglo XX-Catavi-Llallagua, donde se debía realizar un “ampliado nacional minero” el 24 de junio de 1967, con el objetivo de replantearle al gobierno dictatorial un pliego de peticiones y reafirmar la unánime decisión obrera de apoyar a la guerrilla con víveres y medicamentos.

Abrigo las esperanzas de que estos textos escritos en verso y prosa, que parecen describir las epopeyas arrancadas de una pesadilla, permitan mantener siempre viva en la memoria una de las tragedias más cruentas registradas en la historia del movimiento obrero boliviano.

*El autor es escritor, periodista y pedagogo