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Los hombres del estaño*

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siglo xx, catavi, llallagua

Eduardo Galeano

En este mundo de piedra y polvo, a casi cuatro mil metros de altura, las noches son aún más duras que los días. El sol de la montaña raja la piel, pero cuando desaparece y caen las sombras, el frío se mete ferozmente hasta los huesos. Esta es mi primera noche en el centro minero de Bolivia: Siglo XX, la mina; Catavi, el ingenio; Llallagua, el poblado. Voy atravesando la placita helada, a pasos lentos, con las manos hundidas en una campera negra de cuelo alto. "¡Padre! Padrecito!": un obrero emerge, corriendo, de la oscuridad. Me agarra el brazo; a la luz enferma del único farol, cualquiera puede leer la desesperación en este rostro huesudo, lleva puestos su guardatojo y su saco de minero; la voz suena imperativa y seca, entrecortada, como tosida; "Me tenés (tiene) que acompañar, padre, yo le ruego". Explico que no soy sacerdote. Varias veces se lo explico. Es inútil: "Ha de venir, padrecito, conmigo ha de venir". Nunca pensé que alguna vez pudiera convertirme en cura, aunque sea por algunos minutos, tan intensamente. Al minero se le está muriendo un hijo. "El menorcito es, padre. Tenés (tiene) que venir y darle los santos óleos. Ahorita, padre, que se nos va". Me hunde los dedos en el brazo.

En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. De cada dos niños, uno muere poco tiempo después de nacer. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca. Y antes de llegar a los 35 años, ya sus pulmones se habrán negado a continuar trabajando.

Aquí el estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas y está presente en todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del cerro Juan del Valle, el viejo cerro de Patiño que va perdiendo altura a medida que pierde riqueza. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. No ha quedado, en todo el distrito, un solo sitio por agujerear. El cementerio cruje; por debajo de las tumbas han sido cavados infinitos túneles socavones de boca estrecha donde apenas caben los hombres que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se precipita con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los campamentos.

Del estaño depende toda Bolivia y éste es el principal centro de producción.

Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra la roca en medio de estas desolaciones. La dinamita estalló y cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía en las manos fulgurantes muestras de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. Allí confirmaron: el análisis dio 54 y 60 por ciento de contenido fino. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de someterlo a ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista FORTUNE dijo que era uno de los diez más ricos del mundo. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de sus obreros y organizó las matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía para él, a su servicio.

La revolución de 1952 nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. El grueso filón de La Salvadora pertenecía a este mismo cerro Juan del Valle; la ley de estaño es ahora ciento veinte veces menor. De 156 mil toneladas de roca que salen mensualmente por las bocaminas, sólo se recuperan 400 de estaño. Las perforaciones suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz, el cerro es por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en un cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbe le va carcomiendo la cresta; vista desde lejos, es una muela cariada.

A principios de siglo, los mineros consideraban basura al estaño que no tuviera más de un 10 por ciento de ley; la ley promedio de Siglo XX apenas alcanza, en la actualidad, al 0.5 por ciento. Los nuevos métodos de concentración del mineral permiten, sin embargo, que se aproveche todo: ¿cabe, por otra parte, imaginar costos más bajos? Los obreros de la Corporación Minera Boliviana ganan unos treinta dólares al mes, y hasta les descuentan el impuesto a la renta. Tomando en cuenta los gastos de pulpería y todas las demás cuentas, las encuestas revelan que más de la tercera parte de los mineros no recibe ni un sólo centavo a la hora de cobrar, porque las deudas exceden a los ingresos. Se hace necesario, entonces, trabajar jornadas extras en la atmósfera envenenada y sofocante de la mina, lo que equivale lisa y llanamente a anticipar la propia muerte. Es normal trabajar en domingo: se paga doble mita. No me parece casual que al salario se lo llame todavía mita, como en los tiempos de la explotación de los indios por los españoles. Pero en peor situación, aún peor, están los lameros, veneristas, pirquiñeros y locatarios que ni siquiera tienen derecho a los alimentos de la pulpería y que escarban la tierra, el agua o la roca de cualquier parte "para vender a la empresa" el pobre estaño que recogen.

En estas tierras altas y áridas, donde no crece el pasto y todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en campamentos sórdidos, amontonados en casas de una sola pieza de piso de tierra; el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega: "Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual". No hay baños; las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapados de inmundicia y moscas. La gente usa los cenizales, baldíos abiertos, donde al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y los chanchos retozan felices. También es colectivo el servicio de agua. Hay que esperar el momento en el que el agua llega y apurarse, hacer la cola, recoger el agua de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz molido y a veces algo de carne dura.

Estábamos muy en lo hondo del cerro. El aullido penetrante de la sirena que llamaba a los trabajadores de la primera PUNTA había resonado en el campamento varias, horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente al calor sin salir, durante horas, ...respirando aquel aire espeso —humedad, gases, polvo, humo— uno podía comprender por qué las mineros pierden, en pocos años, los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, durante el trabajo, hojas de coca con ceniza, y esto también forma parte de la obra de aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. Este ácido impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos y le va conquistando los pulmones hasta que los endurece y los mata. El mortal aliento de la tierra lo va envolviendo de a poco. Al año se sienten los primeros síntomas y en diez años se ingresa en el cementerio. Dentro de la mina, se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picotas y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen al menos la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados sin apelación a la muerte por asfixia.

Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o que una mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza, también con que una roca floja, un TOJO se desprenda sobre el cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de San Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas. A la madrugada, los soldados tomaron posición en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta. Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad de la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda opresión en el pecho, son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.

Había cesado ya el estrépito de los barrenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café. Entonces pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba la mejilla de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. "Ese es un nuevo", me dijeron. "¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chompa amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía no siente".

Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis; el gerente general de la COMIBOL gana cien veces más que un obrero. En 1964, René Barrientos redujo a la mitad los sueldos de los mineros, pero al mismo tiempo elevó los salarios de los técnicos y los altos funcionarios. Doblando una cuadra hacia el sur, desde la callecita principal de Llallagua, se encuentra un basural gigantesco, lleno de ratas, cerdos y gente agachada en el baño colectivo, sobre un barranco que cae a pico hacia el cauce seco del río. Desde allí, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así, en homenaje a una obrera que hace treinta años cayó al frente de una manifestación con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por la ráfaga de la ametralladora. Y más allá de la pampa de María Barzola, puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los funcionarios de la mina.

Los sueldos del personal superior son secretos. Hay un todopoderoso "grupo asesor", formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, de la Alianza para el Progreso y de la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia. El poder de la vieja ROSCA oligárquica ha sido sustituido por el poder de los nume­osísimos ingenieros y altos funcionarios. En buena medida, su sistemático sabotaje ha contribuido a que la minería estatal quedara encerrada en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas: Hasta el surgimiento del gobierno nacionalista del general Ovando, los nuevos yacimientos que aparecían eran invariablemente entregados a la minería privada.

Por otra parte, la tutela técnica extranjera y la estructura viciosa y burocrática de COMIBOL opusieron durante años obstáculos infranqueables a la industrialización del estaño en suelo boliviano. Recién a mediados de este año, Bolivia comenzará a refinar el estaño que hasta ahora ha exportado, en bruto, con destino a la fundición de la familia Patiño en Liverpool.

Hasta septiembre del año pasado, estaba prohibida la entrada a los distritos mineros. Eran campos de concentración, ocupados por el ejército. Ahora el ejército ha sido desalojado y el ingreso es más o menos libre; los obreros despedidos se han reintegrado a su trabajo. Pero la guardia minera, una fuerza nacida en 1966, continúa allí, y sus miembros ganan dos veces más que los trabajadores contra los cuales actúan. Y en la mina, cómo decía Sergio Almaraz, todo sigue siendo mezquino menos el sufrimiento.

El envase de lata es un símbolo de los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzanas. El envase de lata contiene estaño y el estaño se compra barato: media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa la dura vida del minero en Bolivia?

Antes, Lucifer en persona abría el carnaval minero. Él entraba, montado en un caballo blanco, por la calle principal. Hoy día, las diabladas de Oruro constituyen la atracción principal que Bolivia ofrece al turismo extranjero. Pero en las minas el diablo no reina solamente en febrero. Los mineros lo llaman TÍO y han alzado para él un trono en cada socavón. El TÍO es el verdadero dueño del mineral: otorga o niega los filones de estaño, extravía en los laberintos a quienes quiere perder o señala vetas escondidas a sus hijos predilectos. Libera de los derrumbamientos, o los provoca: el mito asegura que resulta mortal pronunciar el nombre de Jesús dentro del socavón, aunque la Virgen puede ser invocada sin riesgos. A veces, el TÍO pacta con los contratistas o los arrenderos: les vende la riqueza a cambio del alma. En torno a su gran imagen de barro, los mineros se reúnen para beber y conversar. Le ponen velas, encendidas al revés, y le convidan con cigarros, cerveza y chicha. El diablo fuma y bebe, dicen: agota los cigarros y deja vacíos los vasos. A sus pies se dejan caer siempre algunas gotas de alcohol y ésta es la manera de ofrendar el trago también a la Pachamama, la diosa indígena de la tierra.

El diablo exige sacrificios. Se introducen llamas blancas en el socavón; el YATIRI, sacerdote campesino, les mete un cuchillo en la garganta y da de beber sangre caliente a los mineros y también a la tierra y a las piedras. Conocí un yatiri. De él, decían los devotos: "No lo quiso ni lo decidió. El fue elegido. Ni las ovejas vieron. No había hombre ni animales, nadie había. La voz lo llamó de noche y él caminó por la montaña, muy arriba. Cayó el primer rayo y él fue partido en pedazos; se reunieron, pero todavía él no podía pararse. Entonces cayó el tercer rayo, que lo soldó".

En Siglo XX, la mina, rige la ley seca, pero basta con cruzar el puente y allí está Llallagua, una especie de chichería elevada a la categoría de pueblito. Gallitos rojos o banderines distinguen a los locales donde se vende chicha. Están uno al lado del otro y son fríos y desolados como hospitales sucios. En ellos es fácil entrar, pero resulta casi imposible salir: se bebe hasta rodar por el piso. Gigantescas tinajas de barro, que presiden la triste fiesta, están llenas hasta el tope de chicha de Cochabamba, un poco ácido porque la han "mentido" por el camino agregándole agua y alcohol puro. Este maíz fermentado, la más barata de las bebidas, se sirve en vasos o en cáscaras de coco partidas a la mitad: nadie puede rechazar la invitación y es preciso beber de un solo trago hasta el fondo. En la chichería se canta, se blasfema, se baila, pero todo se hace sin alegría; los hombres beben con desesperación, como si quisieran apurar la destrucción inevitable. Saben que es inevitable.

Entre la chichería y el vientre de la tierra, discurre la vida del minero, ¿Adónde ir, si no? ¿A la casa? ¿A descansar? Los niños lloran y hacen ruido, todos amontonados en el mismo cuarto; los vecinos pelean; sólo hay quejas y enfermedades en la casa. Es mejor así, al fin y al cabo. Cuando el hombre llega muy borracho y cayéndose de sueño, la mujer se ahorra la paliza de esa noche. Además, ella suele tener hijas de mineros anteriores, ya muertos, y en el hacinamiento no es difícil que él se equivoque de mujer cuando demora mucho en cerrar los ojos.

Voy dejando atrás la mina, después de tres semanas. Ha caído una lluvia violenta, con pedradas de granizo; ahora está escampando. El camión marcha rozando las nubes, al borde del abismo, sobre un camino angosto y resbaladizo de barro. Resplandores púrpuras se van alzando desde los cerros grises, vetea dos aquí y allá por largas víboras minerales, rojas, plateadas, negras.

Pienso en los amigos, en los que se quedan. Una galería de hombres flacos, piel morada, ojos rojos, labios resecos y partidos, me circula por la memoria. Ayer le han dicho al ministro Marcelo Quiroga, el enemigo de la Gúlf: "No alces las manos, pues. Nosotros nunca alzamos las manos. Qué puede ocurrir, Si ya nadita nomás le debemos a la vida". Acostumbrados a enfrentar la roca, a medirse con la naturaleza y reventarla en pedazos y sufrir, en los pulmones, su venganza, estos son hombres de pelea. ¿Cuántas veces se han medido arrojando puñados de pólvora con sus hondas contra las armas modernas del ejército?

Pienso en la noche de ayer. Me han despedido con tragos y canciones, chicha, quena, charango, y todo el tiempo me he sentido, sin saber muy bien por qué, un poco traidor. Hubo un largo momento, en la noche de ayer, de silencio corrido. Éramos muchos en aquel cuarto de piso de tierra, apenas alumbrados los rostros por la luz de un par de velas, y ninguno hablaba. Pasaban los minutos y ninguno hablaba. Hasta que Pablo Rocha me pasó una mano por los hombros y entonces dijo, y fue como si todos dijeran:

Ahora dinos cómo es el mar, hermanito.

*La crónica del escritor Eduardo Galeano fue publicada en el semanario argentino SIETE DIAS, mayo de 1970.

Fue reproducida en la revista Ensayo No. 3 de la carrera de Ciencias Políticas de la UMSA, cuyo texto ofrecemos ahora a nuestros lectores.

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