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Coronavirus y escolaridad

Coronavirus y escolaridad

Rafael Puente

viernes, 22 de mayo de 2020

Que estos dos meses largos con cuarentena y cese de actividades resultan deprimentes es innegable, y son muchas las familias y las personas que se ven directa y totalmente afectadas. Lo que no tiene sentido es la queja de muchas personas por el cierre de escuelas y colegios, porque “se perjudican los niños y niñas”. Quiero aprovechar el momento para hacer notar que es al revés. Lo único positivo de la cuarentena es precisamente que nuestros niños y niñas se libran de la escuela.

En el mundo entero —con la excepción de Finlandia— las escuelas y colegios lo que hacen es acortar el horizonte mental de nuestra niñez y adolescencia. Niños y adolescentes del mundo entero se ven forzados a dedicar su tiempo y energías al aprendizaje de números y letras, que en la mayor parte de los casos no les sirven ni servirán para nada; se ven obligados a actuar pasivamente, aprendiendo “lecciones” que no les interesan ni les serán útiles, acumulando todos los mismos aprendizajes (como si todos los niños y niñas de la misma edad tuvieran la misma vocación y los mismos apetitos de aprendizaje; todos y todas condenados inevitablemente a malgastar su infancia).

Todo esto en el mundo entero (menos en Finlandia, y parcialmente los demás países escandinavos). Pero en Bolivia a eso se suma la pésima calidad del sistema educativo, que a estas alturas está claro que no tiene arreglo. El otro extremo es la China, donde el nivel educativo es elevado y exigente, pero a cambio de perder la calidad humana de la infancia (se sabe que cada año aumenta en la China la cantidad de suicidios infantiles). Pero el problema de fondo es el mismo: no se respeta en absoluto la libertad de niños, niñas y adolescentes, y se les obliga a desperdiciar esa etapa tan importante de la vida.

En Bolivia tenemos que sufrir además la pésima calidad de nuestras escuelas (con excepción de algunos colegios caros y selectivos), hasta el extremo de que se puede comprobar que el 60% de nuestros bachilleres no saben leer (pese a lo cual la mayor parte logran aprobar el ingreso a la universidad). 

Por supuesto, ahí juega un papel la incapacidad de maestros y maestras, pero no por culpa suya, sino porque así son las normales en que se forman, y así es la mentalidad de este país que se dio el lujo de expulsar a don Simón Rodríguez (maestro de Bolívar y nuestro primer ministro de educación).

Por tanto, lo que debiéramos hacer en las familias es aprovechar esta larga temporada sin escuela para que nuestros niños y niñas aprendan haciendo, aprendan curioseando y preguntando, aprendan a partir de sus propias iniciativas, experiencias y vocaciones; libres de los pupitres, los pizarrones y las tareas que sólo sirven para amargarles la infancia.

En Bolivia tenemos una ley educativa excepcionalmente abierta y positiva. Esa ley lleva el nombre de Avelino Siñani y Elizardo Pérez, los creativos autores de la experiencia educativa de Warisata, que combinaba el aprendizaje escolar con las actividades productivas del campo. Pero en la práctica la Ley no se aplica, nadie se acuerda de Warisata, y nuestro sistema educativo sigue siendo formalista, memorístico a inútil.

Cierto que para muchas familias enviar a los hijos e hijas a la escuela es una forma de librarse de ellos (cosa en muchos casos comprensible), y cierto que muchos padres y madres se sienten poco preparados para esa tarea de educar a sus wawas, probablemente porque se sienten totalmente alejados de esa mentalidad escolar que en su momento les tocó vivir.

Pero ahora viene el confinamiento, y lo podemos aprovechar para dedicarnos precisamente a la educación de nuestros hijos y nietas, educación que no consiste en aprenderse el alfabeto de memoria, sino en vivir la realidad, en reflexionar sobre lo que ocurre y en aprovechar las energías de esa edad para pensar en la vida, para investigar las circunstancias de su pequeña realidad, para combinar quehaceres prácticos con sus expresiones teóricas.

*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (CUECA) de Cochabamba.

Gobiernos, transgénicos y libertad de prensa

Gobiernos, transgénicos y libertad de prensa

Rafael Puente

viernes, 15 de mayo de 2020

En todas las “democracias” del mundo resulta llamativa la relación que existe entre los diferentes gobiernos y los medios de comunicación. Por supuesto, todos los gobiernos afirman la libertad de prensa como un principio intocable de la democracia; pero, en la práctica aprovechan los recursos económicos del país (ojo, los recursos son del país, no del gobierno) para manipular esa libertad. ¿Cómo lo hacen?

En días pasados se han publicado datos muy significativos sobre cómo el largo gobierno del MAS lograba ese objetivo. ¿Cómo? Muy simple, comprándolos con dinero, y el mecanismo formal para lograr ese objetivo es pagando por publicidad gubernamental. 

Según esos datos (que ojalá fueran falsos), en los pasados años —2017-2019— diferentes instancias de gobierno de Evo Morales le pagaron al periódico La Razón más de 12 millones de bolivianos por publicidad. ¿Es de extrañar que ese medio mostrara con frecuencia la oreja oficialista? Más aún si en el mismo tiempo el gobierno destinó 3,6 millones para el suplemento Extra (también de La Razón), a la vez que destinaba más de cuatro millones a La Estrella del Oriente, 4,5 millones al Periódico de Tarija, y entre 1,2 y 2,4 millones a otros 20 periódicos de bajo tiraje pero que mostraban posiciones oficialistas.

No se puede negar que los mecanismos para esta compra de una buena parte de la prensa son legales (por lo que vendría muy bien la promulgación de una ley o decreto que ponga límites a los gastos de publicidad gubernamental, tanto más cuanto que el presupuesto del Estado es totalmente insuficiente para rubros de mucha mayor importancia, como el rubro salud…). Pero la sociedad civil tiene todo el derecho de conocer esos datos y, por supuesto, el derecho de reclamar.

Sería ilusorio pretender que todos los medios de comunicación sean totalmente independientes, pero sí se puede pedir que los gastos gubernamentales en comunicación, no sólo se reduzcan al mínimo, sino que además respondan proporcionalmente a la capacidad de difusión real de esos medios, y en las actuales circunstancias esos gastos deberían reducirse drásticamente, y limitarse a la información, huyendo de toda propaganda.

Este año 2020 tenemos otro gobierno —transitorio pero inevitablemente alargado por la pandemia del coronavirus— que acaba de promulgar varios decretos (muy concretamente el DS 4231, pero también el 4232) que van encaminados al extremo contrario, a controlar la información y a  la autorización del cultivo cada vez  más incontrolado de productos transgénicos.

Por supuesto, ya los gobiernos de Evo Morales autorizaron, junto al “desmonte” salvaje que produjo interminables incendios (ahí está la Chiquitanía), el cultivo de soya transgénica. Pero el actual gobierno transitorio está resultando todavía más destructivo al pretender penalizar la información relativa a ese tipo de cultivos (transgénicos), que parece se están autorizando a título de “seguridad y soberanía alimentaria”. 

¿Serán conscientes nuestros actuales gobernantes de que los cultivos transgénicos expresan todo lo contrario de soberanía alimentaria? Son claramente favorables para los grandes empresarios agropecuarios, que pueden darse el lujo de dejar sin cultivo las tierras dañadas por los transgénicos y desmontar nuevas tierras cada año, pero hunden la economía de los pequeños productores.

En los hechos cada vez son menos los medios de comunicación confiables, es decir, que no priorizan las ganancias publicitarias y hacen a un lado la información veraz, a cambio de contar ingresos por la vía de la publicidad (ya sea gubernamental o de origen privado). Pero sería importante que la sociedad civil  tuviera en cuenta ese diferente grado de confiabilidad informativa para no dejarse seducir por una información oficialista (y privatista) que resulta engañosa. Y en el momento político que vivimos no deja de haber tribunales de justicia a los cuales acudir para el caso de que alguna instancia de gobierno pretenda obligarles a guardar silencio. ¿O no?

*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (CUECA) de Cochabamba.

(Publicado en el periódico Pagina Siete el viernes 15 de mayo de 2020)

Usos políticos de la libertad de expresión

Usos políticos de la libertad de expresión

Erick R. Torrico Villanueva*

Una cosa es que la libertad de expresión sea en sí misma política, porque corresponde al ámbito de lo público y tiene efectos sobre él; otra es que en determinadas circunstancias sea utilizada por intereses políticos.

Esta libertad funciona como una garantía individual, y así está reconocida constitucionalmente, pero tiene un alcance social, pues implica el necesario intercambio de opiniones e informaciones.

Gracias a ella, toda persona debe poder manifestar sus ideas sin impedimentos de ningún tipo —en particular, sin interferencia del Estado—, así como participar en la vida colectiva y en el control democrático de la gestión pública por medio de la formación de una opinión social pluralista.

El principio básico que la asegura es la prohibición de la censura previa, de modo que no puede haber nada ni nadie que diga de qué está permitido hablar o no, por lo que aun lo que en cierto momento resulte indeseable tiene el derecho de ser conocido. Sin embargo, como pasa en realidad con todos los tipos de libertad, la de expresión no es una posibilidad irrestricta, dado que toda sociedad regula la preservación de su existencia.

En Bolivia, ya la Constitución Vitalicia promulgada por Simón Bolívar en 1825 establecía que “todos pueden comunicar sus pensamientos de palabra, o por escrito, y publicarlos por medio de la imprenta sin previa censura, pero bajo la responsabilidad que la Ley determina”. Ese mismo espíritu impregnó la Ley sobre la libertad de imprenta, sus abusos y penas, de 1826, norma que fue la base de la Ley de Imprenta de 1925 todavía vigente.

El primer artículo de esta última, aplicable hoy por analogía a todos los otros medios y recursos de difusión de ideas que no sean impresos, dice: “Todo hombre tiene el derecho de publicar sus pensamientos por la prensa, sin previa censura, salvo las restricciones establecidas por la presente ley”.

Y la Constitución de 2009 contempla el derecho “A expresar y difundir libremente pensamientos u opiniones por cualquier medio de comunicación”, a acceder y a comunicar informaciones libremente (Art. 21, incisos 5 y 6), además de que declara que “El Estado garantiza a las bolivianas y los bolivianos el derecho a la libertad de expresión, de opinión y de información, a la rectificación y la réplica, y el derecho a emitir libremente las ideas por cualquier medio de difusión, sin censura previa” (Art. 106, numeral II). También señala que las informaciones y opiniones difundidas deberán “respetar los principios de veracidad y responsabilidad”, mismos que serán ejercidos “mediante las normas de ética y de autorregulación de las organizaciones de periodistas y medios de comunicación y su ley” (Art. 107, numeral II).

Es claro, por tanto, que las normas nacionales prevén límites para la libertad de expresión. Son los “delitos de imprenta” marcados por la Ley de 1925, que pueden ser “contra la Constitución” (querer transformarla, destruirla o inducir a su inobservancia), “contra la sociedad” (comprometer la existencia o integridad nacional, incitar a conmocionar el orden público o a desobedecer leyes o autoridades, llamar a delinquir o publicar obscenidades) y “contra las personas” (injuriarlas). Estos delitos tienen que ser conocidos por los Jurados de Imprenta –salvo el tercer tipo que también puede ser llevado a tribunales ordinarios– y su sanción es pecuniaria. No hay delito sin publicación y la crítica de la función pública no es delito a menos que suponga injuria, difamación o calumnia.

Estas disposiciones son congruentes con las que rigen en el plano internacional. El derecho a la libertad de expresión surgió en Inglaterra a mediados del siglo XVII, su primera codificación normativa apareció en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, en Francia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos incluyó esta libertad en 1948 (Art. 19), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en 1966 (Art. 19) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1969 (Art. 13).

Según el Pacto, esta libertad implica "deberes y responsabilidades especiales" y está sujeta "a ciertas restricciones" relacionadas con el respeto de "los derechos o la reputación de otros" o con "la protección de la seguridad nacional o del orden público, o de la salud o la moral públicas" (Art. 19). La Convención ratifica la prohibición de la censura previa y agrega la noción de “responsabilidades ulteriores” del infractor, mismas que “deben estar expresamente fijadas por la ley” (Art. 13, inciso 2).

En ese marco, tanto la interpretación imprecisa del reciente decreto 4200 de reforzamiento de las medidas en contra del contagio y la propagación del coronavirus, que dispone que “Las personas que inciten el incumplimiento del presente Decreto Supremo o desinformen o generen incertidumbre a la población, serán sujeto de denuncia penal por la comisión de delitos contra la salud pública” (Art. 13, numeral II), como la desinformación sobre la pandemia y el período de cuarentena muestran que la libertad de expresión está siendo objeto de utilización.

Para controlar esta riesgosa situación, es indispensable que autoridades, activistas políticos, periodistas y ciudadanos en general se ajusten a la normativa nacional y a los respectivos estándares internacionales. Violentar la libertad de expresión es atentar contra un derecho de todos.

*Especialista en Comunicación y análisis político

Twitter: @etorricov

(Publicado en ANF el lunes 4 de mayo de 2020)

Presidenta Jeanine ¿no se está pasando?

Presidenta Jeanine ¿no se está pasando?

Rafael Puente*

viernes, 8 de mayo de 2020

Señora Presidenta del Estado supuestamente Plurinacional:

Cuando le tocó asumir ese cargo no había nada que objetar. Usted no lo había buscado. De pronto se encontró con que las renuncias mal calculadas del Presidente Evo Morales y de sus máximas autoridades (Adriana Salvatierra, Víctor Borda y Susana Rivero) la colocaban a usted como presidenta interina con la función principal de convocar a elecciones (y no me meto con el tema de si hubo o no “golpe” de Estado, ya que en todo caso el primer “golpe” se lo dio el propio Evo cuando se pasó por encima del referéndum del 21 de febrero). Por tanto, usted asumió la Presidencia con toda legalidad, pero como presidenta interina, y lo primero que hizo fue convocar a elecciones. Hasta ahí todo bien.

Pero es evidente que muy pronto le cogió gusto al ejercicio del poder y decidió presentar su candidatura a la Presidencia, decisión que no se puede calificar de ilegal, pero sí de inconsecuente, ya que iba a resultarle difícil compaginar su responsabilidad como Presidenta y sus intereses como candidata. Y, efectivamente, empezó a perder el norte, y empezó a disfrutar de su cargo con sucesivas decisiones, que podemos calificar por lo menos de poco responsables.

Cuando se desata la pandemia del coronavirus, su autoridad decreta estado de excepción, decreto indiscutiblemente correcto, pero contradictoriamente es usted la primera en contradecir su decreto con la gran celebración pública del cumpleaños de su hija…

Luego antepone sus personales convicciones religiosas a los principios constitucionales y se esmera en llevar la Biblia al Palacio de Gobierno. La Biblia es una colección de libros muy diferentes y que usted parece no conocer a fondo; pero en todo caso, la Biblia no tiene nada que hacer en la gestión de un Estado que constitucionalmente se declara laico (por supuesto con respeto por todas las creencias religiosas, pero como un tema de régimen privado).

 Entre paréntesis, ¿conoce y comparte usted ese versículo del “Eclesiástico” que dice: “Gracias te doy, Señor, porque no me hiciste ignorante, porque no me hiciste gentil, porque no me hiciste mujer?”. Pero igual, aunque la Biblia fuera una colección de libros totalmente convincentes, no tiene nada que ver en el palacio de un Estado laico.

Peor aún, hace unas semanas nos da la sorpresa de organizar la “bendición” de varias ciudades (otra vez la manía religiosa en un Estado laico), pero además una bendición costosa (con gastos de helicópteros y avionetas que no vuelan gratis). Y con el mismo subjetivismo autoritario organiza tres vuelos (en aviones de la FAB) para hacer pasear a Miss Rurrenabaque.

 ¿No era que estábamos viviendo una crisis nacional que tiene a nuestros niños y niñas sin escuela y a cientos de miles de ciudadanos y ciudadanas sin poder trabajar? ¿Se puede explicar que la propia Presidenta del Estado promueva semejantes desigualdades? En medio de sus preocupaciones frívolas y religiosas ¿le quedan energías para preocuparse de la situación de la salud pública en el país?  Siempre fue un desastre, y eso no es responsabilidad de usted, pero en plena pandemia nos gustaría saber qué se está haciendo para mejorar esa situación…

Y mientras tanto ¿qué pasa con el presente y futuro del Estado que usted preside? ¿Son ciertas las denuncias sobre las irregularidades que se denuncia en YPFB, la empresa clave de este Estado con un futuro cada vez más incierto? ¿Qué hay de cierto en las supuestas “venganzas” contra la Red Gigavisión? ¿Nos podría informar sobre esos y muchos otros problemas en vez de ocuparse de cumpleaños y “bendiciones”?

Perdone la franqueza, pero Bolivia no es su “estancia”, señora Jeanine, es el Estado que usted temporalmente preside y que tiene graves problemas pendientes. Y eso no se resuelve con sonrisas…

*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (Cueca) de Cochabamba.

(Publicado en el diario Página Siete)

El mejor oficio del mundo, el periodismo

El mejor oficio del mundo, el periodismo

Gabriel García Márquez*

No es la primera vez que este Semanario reproduce este preciso texto de Gabriel García Márquez sobre el mejor oficio del mundo, el periodismo, el que fue pronunciado ante la 52ª asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en Los Ángeles, Estados Unidos, el 7 de octubre de 1996.

Gabo, como le decían, ejerció el periodismo con pasión y con esa dedicación saludamos a los periodistas de Bolivia en su día.

Gabriel Garcia Marquez en El Espectador

Gabriel García Márquez en la sala de redacción de El Espectador. / Archivo

A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario. Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años —siendo el peor estudiante de derecho— empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo… como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.

Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino ciencias de la comunicación o comunicación social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.

Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.

No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.

Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma —sobre todo si es oficial— y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.

Aún a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno solo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que el casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite —como un loro digital— pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

Tal vez el infortunio de las facultades de comunicación social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio, sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.

El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.

Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica —reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras— bajo la dirección de un veterano del oficio.

En respuesta a una convocatoria pública de la fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.

La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado —que escasas veces puede ser de más de una semana—, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.

Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnífico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.

Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.

Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.

Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.

*Gabriel García Márquez falleció el 17 de abril de 2014

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