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Calderón busca un estado militarista y policíaco

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Llama a los universitarios a integrarse a corporaciones a las que ha llamado ineficaces y corruptas

Por Salvador del Río

Señora tan respetada,
La pobre doña María,
con un hijo policía,
y ella que no sabe nada.
Nicolás Guillén

Una sociedad —se ha dicho cuando en aras de la economía, la productividad o las circunstancias coyunturales se la pretende orientar hacia una profesión o una actividad determinadas— requiere de todo, del humanista, del técnico, del filósofo, del artista, del artesano, del empresario, del obrero o del campesino. Una comunidad civilizada debe hacer de cada una de ellas un trabajo respetable y respetado por necesario para su desarrollo y por la preservación de sus valores.

 

No es válido —y mucho menos en quien ha recibido el mandato democrático de regir en una etapa el destino de una sociedad— pretender encajonar las capacidades humanas y la preparación de la juventud en estamentos promovidos o no según las circunstancias de la política. La creación de estados militaristas o policíacos es propia de dictaduras o de gobiernos incapaces de garantizar con instituciones sanas la seguridad y la paz en la democracia, que no se logran con la imposición de modelos educativos o económicos como aquellos que pretenden establecer una supuesta cultura del conocimiento como único paradigma a seguir para las nuevas generaciones, con la idea de destinarlas, no a una verdadera cultura, sino a las necesidades del modelo neoliberal.

Desde el comienzo de su administración, el presidente Felipe Calderón imprimió el carácter predominantemente militar a las acciones en contra del tráfico de drogas, hasta entonces encomendadas a las instancias cuya vocación y responsabilidad constitucional son la prevención, la persecución y el castigo del delito, con las consecuencias de una guerra que hasta ahora no ha logrado disminuir en lo más mínimo el comercio de estupefacientes y sí en cambio ha producido el incremento de la delincuencia con trágicos saldos parciales —más de cuarenta mil muertos hasta ahora— que se incrementan día a día.

Cuando el presidente Calderón convoca a la juventud, especialmente al estudiantado universitario, a encontrar en las filas de la policía un camino para su desarrollo, pone en evidencia el afán, rayano en la obcecación, que marca a su gobierno por tratar de justificar el fracaso de su política de control del tráfico de drogas y de represión a lo que se llama delincuencia organizada. No se entiende, en términos de congruencia, que el presidente llame a los universitarios, tal vez en abandono de las carreras profesionales que han escogido según su vocación y sus proyectos, a sumarse a las filas de una policía a la que en buena parte él ha llamado corrupta e incapaz de cumplir su cometido. No es con la oferta de cuatro mil plazas en la policía, con un pago muy superior al que perciben el resto de los integrantes de esas corporaciones, como se podría sanear a unas instituciones, federales, estatales y municipales corrompidas por falta de una verdadera preparación y por sus exiguos ingresos; ni instando a los jóvenes universitarios, los que con sacrificios económicos y luchas contra la competencia en la saturación de las escuelas públicas, a integrarse a las filas de la policía, se logrará abatir la delincuencia.

Cuando en foros internacionales, como el de personalidades destacadas y ex presidentes de diversos países latinoamericanos se pronuncian por un cambio en los métodos en contra del comercio ilegal de las drogas, el presidente de México intenta un paso más en la profundización de esa lucha por la vía armada y represiva; invita para ello a los jóvenes, universitarios o no, a sumarse a esa acción en la que a diario mueren miles de hombres, mujeres de todas condiciones y estratos sociales y económicos en una guerra sin razón.

El llamado presidencial es, además de estéril, una falta de respeto a la juventud a la que se quiere uncir al apocalíptico carro de la tragedia que el país vive, en vez de afanarse por encauzarla y facilitarle el camino hacia la consecución de sus ideales.

No es el estado militarista, ni el policíaco, el que va a resolver el grave problema de la delincuencia y el narcotráfico que el Estado debe enfrentar con los medios constitucionales a su disposición. Y mientras tanto, el Estado debe dejar que cada quien abrace el destino que su propia decisión le dicta, sin llamados inútiles a torcerlo en aras de una supuesta contribución a una causa que no es la suya.

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