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Socialidad quebrantada

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Socialidad quebrantada

Erick Torrico Villanueva

17 de abril de 2020

La mayoría de las personas, que toman esto como un dato normal, no suelen estar plenamente conscientes de que lo fundamental de la vida humana se desarrolla en el seno de las relaciones sociales. Todos dependen de todos o cada quien necesita del otro podrían ser dos fórmulas para resumir tal condición, pero lo cierto es que en la dinámica cotidiana muy poca gente se pone a pensar en esta cuestión, la reconocen y valoran.

Sin embargo, en una circunstancia como la que atraviesa hoy el mundo, ese tejido “natural” de vínculos sociales, la socialidad, se ha convertido en una de las primeras y principales víctimas, por lo que su quebrantamiento es fácil de sentir. Recién ahora algunos parecen comenzar a darse cuenta de que sólo se puede ser con los otros y de que esos otros no son meras fichas en juegos de intereses egoístas.

Aislamiento, distanciamiento y confinamiento son las palabras de orden en estos días, que se yerguen como certeza de seguridad y sobrevivencia, al punto de que se necesita y hasta se reclama la intervención del poder estatal –en negación de uno de sus tradicionales fines– para que la colectividad se mantenga disgregada, pues esa desunión, paradójicamente, puede asegurar su futuro en cohesión.

Una separación de tal carácter, si se la considera obligatoria, implica como es obvio el establecimiento de ciertas restricciones y, por tanto, de forma casi inevitable entrará en colisión con el ámbito de los derechos. Consecuentemente, las garantías democráticas –allí donde tienen vigencia– resultan objeto de preocupación. ¿Cuán compatibles son determinadas medidas adoptadas por las autoridades en nombre de un bien social mayor –la salud pública, en este caso– con la protección efectiva de las libertades ciudadanas? ¿Es posible encontrar un punto de equilibrio para esa complicada relación entre lo colectivo y lo individual? ¿O es que, al tratarse de una situación de emergencia generalizada, y por ende fuera de lo ordinario, gobiernos y ciudadanos tendrían que sujetarse también a parámetros de excepcionalidad?

Sin pretender dar una respuesta definitiva a este complejo dilemático, cabe señalar que los alcances del problema que se enfrenta, tanto como las maneras reales en que es factible encararlo, deben ser evaluados más allá de cualquier motivación coyuntural. Y una dimensión central en este análisis indispensable es la de la ya mencionada socialidad, su estado actual y su próximo devenir.

Al momento, en los lugares que cuentan con relativas condiciones para ello, las redes digitales están permitiendo que el vínculo social se mantenga más o menos presente. No obstante, este desplazamiento de los encuentros cara a cara al espacio de la virtualidad tiene claros límites y no puede atender las necesidades de los muchos grupos humanos que no son parte de los “conectados” ni está en capacidad de hacerse cargo de las múltiples dificultades que afrontan y tendrán todas aquellas actividades que dependen de su lazo con diversos públicos.

La socialidad está, pues, interrumpida y su restitución se avizora sumamente ardua. Y peor si, como viene ocurriendo en el país, no dejan de operar los que aportan obstáculos desde la especulación informativa, política o económica.

Que la Organización Mundial de la Salud proponga con buen criterio hablar de “distanciamiento físico” en lugar de “distanciamiento social” constituye una puntualización adecuada y de algún modo tranquilizadora, pero tal expresión no cambia el hecho de que la humanidad va camino hacia unas sociedades quebradas, en sentido amplio.

¿Cómo será la socialidad posterior a la pandemia? Es difícil saberlo, aunque sí puede decirse que no podrá ser la misma con la que se vivía hasta hace pocas semanas.

*Especialista en Comunicación y análisis político

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