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La independencia del Tribunal Constitucional

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Flechas yurakarés

Alejandro Almaraz

La reciente sentencia constitucional que declara inconstitucionales las disposiciones de la Ley Marco de Autonomías, que permitían la suspensión de autoridades electivas a sólo acusación fiscal, ha sido saludada por muchas voces. 

Llegando más lejos, algunas de estas voces, bien intencionadas y honestas, han considerado que dicha sentencia es una tranquilizadora demostración de la independencia del Tribunal Constitucional respecto del Gobierno central y su partido. 

En este caso, el Tribunal ha cumplido su función a cabalidad, restituyendo la legalidad frente a una norma arbitraria y aberrante que lesionaba flagrantemente los preceptos constitucionales y los principios del derecho, lo que ciertamente merece reconocimiento y felicitaciones. 

Pero para concluir que sólo eso demuestra su independencia respecto al Gobierno central, se tendría que tener la absoluta certeza de que dicha sentencia es contraria al interés de éste, lo que no queda claro. 

En efecto, la norma anulada fue parte importante del dispositivo jurídico con el que la “revolución de la justicia” usó la institucionalidad pública para reprimir y defenestrar a la oposición.

Ni bien la aprobó el rodillo de la obsecuencia legislativa, se la aplicó con ansiedad y prisa, buscando, rebuscando y forzando materia justiciable contra casi todos los líderes opositores en funciones de gobernador o alcalde de municipios demográficamente importantes, y contando con la servil diligencia de los mismos fiscales, surgidos del mismo rodillo, que encubrían la corrupción oficialista o practicaban la extorsión amparados en su evidente condición de mandatarios del poder político.

Pero al cabo de más de dos años de esmerada aplicación de las disposiciones en cuestión, es rotundo el fracaso de su esencial propósito de barrer a la oposición de la gestión estatal encargada por el voto ciudadano y ampliar en ésta el control oficialista. 

Desde el inicio mismo del operativo defenestrador, el repudio y la resistencia ciudadana impidieron que algunos casos lleguen a la predeterminada suspensión. 

En los otros, que sí lo hicieron, y siguieron con la suplantación de las autoridades democráticamente elegidas, por personeros del oficialismo electoralmente derrotado, la misma repulsa ciudadana, acertadamente canalizada por la renuncia de las autoridades defenestradas, derivó en nuevas derrotas electorales del oficialismo que revelaron el estancamiento o decrecimiento de su convocatoria electoral y cedieron a la derecha en desbandada, el motivo y ocasión precisos para recuperar legitimidad y motivación, re-articularse y relanzarse en la gestión estatal de la que se la quería desplazar. 

De todos estos casos, sólo en el municipio de Punata pudo ganar el MAS, y lo hizo porque con su nombre y cobertura se postulaba la vieja derecha local. En la Gobernación de Beni su derrota tuvo el estrépito de revelar el fracaso de Evo Morales como jefe de campaña, y de la intensa utilización electoral de los bienes y recursos del Estado.

Más allá, al oficialismo sólo le quedó la sórdida vía transaccional de “los convenios programáticos” para reclutar al impúdico alcalde de Quillacollo, recién elegido por el voto de la oposición. La claridad de los hechos muestra que continuar aplicando el desafortunado mecanismo defenestrador sólo podría acrecentar los reveses políticos del MAS y las victorias de la oposición, con el peligro adicional de afectar sensiblemente la gobernabilidad local. 

De esto tendría que haberse percatado el Gobierno si evaluó la situación con algo de objetividad y sentido común, y si, como se sospecha con amplio fundamento, ejerce influencia o dominio sobre el Tribunal Constitucional sería de suponer que los haya utilizado para desembarazarse de la aberrante y contraproducente norma de su propia creación, por vía de una sentencia constitucional que, adicionalmente, contribuya a la imagen de independencia del Tribunal, de la que necesitará para legitimar acciones de mejor pronóstico. Pero, lo admito, puedo equivocarme, porque objetividad y sentido común, aun en mínimas proporciones, el Gobierno ha demostrado reiteradamente que no le sobran.

Comenzaré a creer en la independencia del Tribunal Constitucional cuando, saliendo por los fueros de la CPE y de su propia sentencia que condiciona la constitucionalidad de la ley de consulta en el TIPNIS a la previa concertación con los interesados, anule los brutales actos fraudulentos, mentidos de consulta, con los que Evo Morales pretende legitimar el proyecto que, como lo demuestran los hechos, le importa sobre cualquier otro: la carretera cocalera del “quieran o no quieran”. 

Alejandro Almaraz es abogado. Fue viceministro de Tierras.

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