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Bolivia sin justicia independiente: la gran deuda democrática

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Editorial Aquí 347

En el llamado Estado Plurinacional de Bolivia, la dependencia de los órganos de poder se ha acentuado mucho más que en otros períodos pasados, pese a que la nueva Constitución Política del Estado (CPE), impulsada y aprobada por el partido gobernante, señala que la organización del Estado está fundamentada en la independencia, separación, coordinación y cooperación de los órganos Legislativo, Ejecutivo, Judicial y Electoral (Art. 12.I CPE).

De estos órganos de poder, el judicial ha sido el que más cuestionamientos ha recibido, tanto así que en las últimas dos décadas su crisis se ha agudizado hasta niveles insostenibles.

La justicia, llamada a ser el poder independiente que garantice derechos y equilibre al resto de las instituciones, se ha convertido en un instrumento funcional al poder de turno detentado por el Movimiento al Socialismo (MAS). El alineamiento constante de sus operadores con quienes gobiernan ha erosionado la confianza ciudadana y debilitado la esencia misma del Estado de derecho.

Uno de los mayores males del sistema boliviano es la ausencia de independencia judicial. A pesar de que la CPE, en su Artículo 178. I., establece que “La potestad de impartir justicia emana del pueblo boliviano y se sustenta en los principios de independencia, imparcialidad, seguridad jurídica, publicidad, probidad, celeridad, gratuidad, pluralismo jurídico, interculturalidad, equidad, servicio a la sociedad, participación ciudadana, armonía social y respeto a los derechos”, en la práctica el Órgano Judicial se ha sometido a las presiones del Órgano Ejecutivo, como también a intereses de sectores sociales, los que han condicionado que los tribunales no actúen con independencia y de acuerdo a las leyes. Cada vez que el país enfrenta una crisis política, la justicia termina alineándose con el ganador de coyuntura, en lugar de actuar con imparcialidad.

Los operadores de justicia —fiscales, jueces y magistrados— han demostrado una tendencia al oportunismo político. En vez de responder al mandato de la ley, suelen adelantarse al poder que se avecina, adaptando su discurso y sus decisiones a las nuevas correlaciones de fuerza. Esta dinámica ha convertido a los operadores de justicia en actores poco confiables, cuya lealtad no está con el pueblo boliviano ni con la Constitución Política del Estado, sino con el cálculo político que les permita asegurar su permanencia o ascenso en el cargo.

Durante el régimen del Movimiento al Socialismo (MAS), la mayoría de los jueces actuaron con una docilidad preocupante. Lejos de ejercer contrapeso, se convirtieron en instrumentos de legitimación a los intereses de los gobernantes. Esta sumisión consolidó la idea de que el sistema judicial es un apéndice del poder político. La justicia, que debería ser un espacio de equilibrio y garantía de derechos, pasó a ser vista como un escenario de persecución contra opositores y de impunidad para quienes se encontraban bajo el amparo del oficialismo.

El rol de la justicia en relación con los hechos de 2019 refleja esta falta de independencia. Si los tribunales hubieran actuado con verdadera imparcialidad, habrían establecido con claridad que las responsabilidades no solo recaen en las autoridades transitorias, sino también en quienes instigaron la violencia, incluido el expresidente Evo Morales. Sin embargo, los procesos han tenido un sesgo evidente: se priorizó la narrativa oficialista de golpe de estado, mientras se dejó de lado la investigación sobre las acciones que provocaron la crisis como fue el fraude electoral demostrado.

El sometimiento de la justicia al MAS se hizo evidente con los casos de la expresidenta Jeanine Añez, el gobernador de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, el exdirigente cívico Marco Antonio Pumari y muchos más. Todos ellos fueron recluidos en detención preventiva, medida que en Bolivia se ha convertido en un mecanismo de castigo político más que en una medida cautelar. Estos procesos, más allá de la valoración de fondo, exponen un patrón: la justicia no actúa con criterios jurídicos, sino con intereses claramente políticos.

En este contexto postelectoral Bolivia necesita con urgencia un proceso serio y profundo de reforma judicial. No se trata solo de cambiar autoridades o de implementar ajustes de forma, sino de garantizar mecanismos que aseguren la verdadera independencia de jueces y fiscales. La democracia no puede sostenerse sin un poder judicial confiable, imparcial y transparente. Mientras el sistema siga subordinado al poder de turno, la justicia no será más que un instrumento de persecución, amedrentamiento y de protección selectiva.

La emisión del instructivo por el Tribunal Supremo de Justicia, el pasado lunes 25 de agosto, por el cual se procedió revisar los plazos procesales en los casos Luis Fernando Camacho, Marco Pumari y Jeanine Añez, lo cual derivó en la liberación de los dos primeros y la anulación de obrados de uno de los casos de la expresidenta para que sea tratado en un juicio de responsabilidades, no significa que de pronto “la justicia haya recobrado su independencia”, como señaló el Presidente de dicha instancia, pues existen muchos casos que aún muestran cómo la justicia se encuentra secuestrada por el poder. Un ejemplo es la ocupación de la Casa de los Derechos Humanos por sectores afines al partido de gobierno en junio de 2023, espacio que debería estar en manos de sus legítimos representantes y que, sin embargo, permanece bajo control de la Policía. Esta situación no solo es ilegal, sino que representa una afrenta simbólica contra la sociedad civil organizada, que ve cómo el aparato estatal desconoce sus derechos sin que la justicia intervenga para corregirlo.

El país no puede seguir aceptando una justicia parcializada. Recuperar su independencia es una condición imprescindible para cerrar las heridas del pasado y construir un futuro en el que los bolivianos confiemos en que el derecho sea el verdadero árbitro de los conflictos, donde primen el respeto a los derechos humanos y las libertades democráticas.

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