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Bolivia en la encrucijada del balotaje: medidas de shock versus nueva ilusión populista

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Editorial Aquí 348

La primera vuelta electoral en Bolivia ha dejado al país en una situación inédita: su primer balotaje, una contienda que no solo definirá al próximo presidente, sino que marcará el rumbo de la democracia y la economía nacional. Lo que parecía un proceso previsible terminó convirtiéndose en una expresión de malestar y rechazo generalizado a los veinte años de gestión del Movimiento al Socialismo (MAS): definitivamente la impostura de los que se hicieron llamar socialistas fue castigada por los electores.

Si bien las encuestas posicionaban a los candidatos de la vieja derecha (Jorge Quiroga y Samuel Doria Medina) en los primeros lugares, mientras que el oficialismo del MAS esperaba un resultado favorable (Andrónico Rodríguez y Eduardo del Castillo), ambas posturas se encontraron con una ciudadanía mucho más crítica y menos dispuesta a aceptar propuestas de políticos tradicionales, optando por la opción de un candidato que antes de las elecciones ocupaba el cuarto o quinto lugar en las encuestas (Rodrigo Paz), candidato que enfatizó luchar contra la corrupción.

Bolivia enfrenta actualmente una crisis estructural multidimensional que no se resolverá con discursos demagógicos ni con medidas populistas de corto plazo.

El panorama que nos deja el falso socialismo del MAS es deprimente: la escasez de dólares; la caída de la producción y exportación de gas (principal fuente de ingresos); el déficit fiscal crónico y el endeudamiento externo han configurado un panorama insostenible. La ilusión del crecimiento fácil, sostenida durante años en base a la renta de los hidrocarburos y a subsidios generalizados, se ha agotado. Hoy los bolivianos vivimos en carne propia la inflación, el encarecimiento de los alimentos de la canasta familiar y la falta de divisas para importar bienes esenciales. A esto se suma una mala calidad educativa y una pésima atención en salud.

Es en este contexto que la segunda vuelta plantea un dilema profundo. Por un lado, una propuesta que reconoce el agotamiento del modelo económico extractivista y rentista y pretende realizar medidas inmediatas: reducir el gasto público, eliminar subsidios insostenibles, cerrar empresas deficitarias, impulsar una reforma fiscal y generar condiciones para la inversión, medidas que no despiertan entusiasmo masivo, pero sí sintoniza con aquellos ciudadanos que consideran que la inacción solo agravará la crisis. Del otro lado, tenemos una estrategia gradualista y populista que insiste en promesas como el incremento de bonos sociales sin sustento financiero, promesa atractiva para el corto plazo, pero que, en los hechos, significaría más endeudamiento, devaluación e inflación, aunque también prometen luchar contra la corrupción. De todas formas, ambas propuestas —la de shock o la escalonada— tendrán que nivelar precios de los carburantes a estándares internacionales, lo que llevará inevitablemente a una nivelación de toda la economía, incluido el tipo de cambio del dólar estadounidense. La regulación gradual de precios de acuerdo a la inflación es una necesidad responsable, como también el aumento de salarios para no reducir el valor adquisitivo de los trabajadores a sueldo, pero también deben encarar la creación de empleos permanentes con salarios dignos, a fin de reducir la masa creciente de trabajadores informales, los más dedicados al comercio de productos de contrabando, actividad ilícita que en estos 20 años ha crecido sin pausa.

El trasfondo de este debate no es únicamente económico y político, sino también social. Bolivia arrastra problemas estructurales que se reflejan en la debilidad de su aparato productivo, en la dependencia hacia la extracción salvaje de los recursos naturales, en la crisis institucional y en la ausencia de políticas sostenibles de diversificación. Durante años, la política impostora del MAS se refugió —como fórmula de estabilidad y de populismo— en un modelo rentista, en el congelamiento del precio de carburantes y del cambio en la paridad del dólar estadounidense, en subsidios insostenibles (favoreciendo sobre todo a sectores económicamente poderosos como son los agroindustriales, cooperativistas mineros y transporte pesado), en impuestos diferenciados (nuevamente favorables a los agroindustriales, cooperativistas mineros y, además, a los cocaleros), pero esa etapa se agotó, como también se agotó la fuente de ingresos provenientes de la exportación del gas, la que permitió la bonanza y el despilfarro de los gobernantes del MAS. En este contexto, la ciudadanía se encontrará frente a una disyuntiva: apostar por un ajuste que implicará medidas inmediatas o aferrarse a un espejismo que postergará los problemas con incrementos de bonos y otras medidas paliativas.

El balotaje, entonces, no será una simple elección de candidatos, sino un referéndum sobre el tipo de país que queremos ser. La ciudadanía debe decidir si está dispuesta a enfrentar la verdad, aunque implique sacrificios, o si opta por el consuelo inmediato a una nueva versión populista. Lo que está en juego no es solo la gobernabilidad del próximo quinquenio, sino la posibilidad de encarar una reforma estructural que siente las bases para un desarrollo sostenible. La ciudadanía también debe considerar que, cualquiera sea el ganador, las medidas en su esencia no serán populares y el peso recaerá, como siempre, en los sectores más empobrecidos del país.

Esta es la responsabilidad a la que se enfrentará Bolivia en el balotaje: elegir la mejor forma de manejar el Estado, de realizar una gestión eficiente de los recursos naturales, de administrar una justicia independiente, de brindar condiciones para una atención adecuada en salud y educación, de restituir la institucionalidad e independencia de poderes y de gestionar nuevas fuentes de empleo. En la segunda vuelta, tendremos la responsabilidad de elegir la opción que mejor encare la reconstrucción del país luego de dos décadas de una gestión caracterizada por el autoritarismo, el populismo y la impostura del MAS.

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