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Incertidumbre en la democracia boliviana

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Erick Torrico R. Villanueva*

6 de octubre de 2025

Fuente: ANF

Cuarenta y tres años atrás, 10 de octubre, domingo, la gente salía a las calles y plazas a celebrar la recuperación de la democracia en el país. Comenzaba una etapa de transición después de una tormentosa experiencia dictatorial de casi dos décadas continuas. La esperanza era una marca del momento.

Sin embargo, lo que vino de inmediato fue sumamente complicado. El centroizquierdista Frente de la Unidad Democrática y Popular (UDP), que asumió el gobierno tras vencer en las elecciones de 1978, 1979 y 1980 –desconocidas por sendos golpes de Estado–, tuvo que enfrentar inmensos retos en los planos económico, social y político. Los regímenes militares le habían legado una inflación en ascenso, las demandas acumuladas de los sectores laborales estallaron por doquier, las exigencias y presiones del empresariado fueron cotidianas y las fuerzas políticas conservadoras que controlaban el parlamento se ocuparon de alimentar la ingobernabilidad.

Así, muy pronto “la UDP”, como se le conocía, quedó acorralada. El pedido inicial de tregua de cien días que había planteado el presidente Hernán Siles Zuazo fue interpretado como plazo para superar el proceso inflacionario, una meta imposible de alcanzar. La Central Obrera Boliviana y la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia, cada una desde su respectivo polo, abrieron dos campos de conflicto inmanejables. La oposición partidaria sumó un tercero.

Y las fisuras dentro de la propia coalición gobernante empezaron a hacerse visibles. El entonces vicepresidente Jaime Paz Zamora tomó paulatina distancia y finalmente consiguió que se le habilitara como candidato presidencial para las adelantadas elecciones de 1985; fue la primera gran señal del pragmatismo que iba a caracterizarle posteriormente y que, hasta donde se puede ver, inspira igualmente a su heredero convertido hoy en candidato.

Con el nuevo gobierno, estado de sitio mediante, el 29 de agosto de ese último año llegó el célebre decreto 21060, que estabilizó la moneda y redefinió las relaciones entre Estado, economía y sociedad. Fue el comienzo de la denominada “democracia pactada”, que se movió entre la derecha y el centro, que subsistió veinte años con la rotación en el poder de los partidos con mayor presencia parlamentaria, pero terminó arrinconada por la corrupción y la ineficiencia. Su crisis terminal ocurrió en el lapso 2000-2005, caracterizado por una creciente inestabilidad y con las “guerras del agua y el gas” así como con “febrero negro” en medio.

El desencanto colectivo patrocinó entonces el entierro electoral de la Acción Democrática Nacionalista, el Movimiento Nacionalista Revolucionario y el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria, así como de otras de sus organizaciones aliadas más pequeñas, que habían participado en la gestión estatal hasta ese momento. Pese al desasosiego reinante, al vacío de futuro que se respiraba, los comicios de diciembre de 2005 generaron un hálito de esperanza.

Empezó ahí una nueva etapa, con el progresivo protagonismo del llamado Movimiento al Socialismo, que consiguió elevados como reiterados e inesperados niveles de votación pero que, como sus predecesores, se embelesó con el poder hasta quedar desconectado de la sociedad. Esta agrupación –un colectivo integrado por variados grupos de interés– no solamente fracasó en lo político, ya que implosionó por las ambiciones personales de quienes fungían como sus dirigentes, sino que además desperdició la mayor oportunidad histórica de Bolivia en materia de ingresos y llevó a la economía nacional a una situación de desastre comparable a la de principios de los años ochenta del pasado siglo.

Durante dos decenios, tiempo correspondiente al 46.5 por ciento de la reciente vida democrática del país, el “masismo” tuvo el control del aparato estatal con resultados                   –desinstitucionalización, ineficiencia, informalidad, despilfarro, autoritarismo, corrupción– que hoy sufre la mayoría de la población y tendió la mesa para que el gobierno que será electo dentro de pocos días aplique medidas correctivas que se presume traerán un fuerte costo social, con la diferencia de que esta vez la gente parece estar esperando tales disposiciones. La resignación ciudadana expectante ante el diario incremento de los precios así lo indica.

La situación presente es claramente inquietante, no se sabe qué va a pasar. Los resultados de la segunda vuelta electoral, aunque dirán quién será el próximo gobernante, no despejarán las dudas sobre los acontecimientos venideros. Aparte de la manera en que será conformado el esquema de gobierno y del carácter concreto que tendrán las reglas que habrá de adoptar, el resquemor se refiere asimismo a las condiciones de gobernabilidad que podrán ser establecidas.

Es evidente que, en general, la democracia es un régimen político que convive con la incertidumbre, pues se nutre de la siempre impredecible generación de consensos. No obstante, en el momento actual, esa sensación está multiplicada por lo difuso del mañana cercano y por las amenazas ya manifestadas. Unos dicen que no aceptarán su probable derrota en las urnas, otros advierten con “echar a patadas” al gobierno que sea electo y los causantes de la calamidad anuncian que “saldrán a luchar a las calles” contra los que intentarán ponerle algún remedio.

Si bien hay algo de esperanza, como en 1982, lo que prevalece ahora es la ansiedad, la intranquilidad. Bolivia se merece otra cosa; su democracia también. Que sea posible volver a plazas y calles para celebrar es lo deseable.

*El autor es especialista en comunicación y análisis político y vicepresidente de la Asociación de Periodistas de La Paz

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