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La Ley de Imprenta de Bolivia, esa venerable

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Por José Luis Exeni

Casi como un ritual, en su aniversario, los periodistas invocamos la Ley de Imprenta para decirle a quien (no) quiera escucharnos, en especial a los gobiernos de turno, que esta sagrada norma —nuestra abuela— "no se toca". ¿Está claro? No-se-to-ca. Y claro que no se toca porque, para empezar, más allá de sus principios, no se aplica. ¿Entendió bien? No-se-a-pli-ca. De antiguo se sabe que la sola existencia de la ley, en estas materias, puede eximirla de su cumplimiento.

 

"Patrimonio jurídico". En una memorable reunión realizada en la localidad paceña de Huatajata, hace más de una década, los operadores mediáticos allí congregados asumieron, en lógica de trinchera, una posición gremial sin precedentes: declararon la Ley de Imprenta como "patrimonio jurídico" del sector. E hicieron causa común, una vez más, sin discusión posible, de su defensa a ultranza.

Ahora, siglo XXI cachivache, cuando la venerable norma cumple 87 eneros, dicha declaración patrimonial aparece reformulada con triple falacia; a saber:

1. La Ley de Imprenta es patrimonio no sólo del gremio periodístico, que así la tiene en bandera, sino "de la democracia boliviana". Nada menos.

2. Se trata del "único instrumento legal regulatorio (sic) de la actividad periodística" que ha sido incorporado en la nueva Constitución Política.

3. Cualquier "desacato" a la Ley de Imprenta, por definición y principio, significa violar la Constitución adoptada en las urnas.

¿Se imagina el colofón de esta renovada proclama defensiva? Como de manual, en tanto consigna de cabecera, el guión es por demás conocido: sin "plena vigencia" de la Ley de Imprenta no hay libertades de expresión y de prensa, ergo, no hay democracia. O al revés: cualquier tentativa (movimientos sociales abstenerse) de siquiera debatir —no hablemos de cambiar— la añeja norma constituye "clara demostración" de censura y autoritarismo.

Veto al debate. De verdad no creo que la democracia boliviana expire sin atenuantes con la aprobación, si acaso, de una nueva norma en reemplazo de la Ley de Imprenta (¿no nos vendieron ya tal simulacro, en los medios, con la Ley contra el Racismo y toda forma de Discriminación?). Tampoco considero que la demodiversidad en construcción cercene su ímpetu con el mantenimiento del statu quo normativo en este campo. Lo que preocupa es la tenaz negativa a la deliberación pública.

¿El hecho de haber asumido, colegas, que la Ley de Imprenta es nuestro patrimonio de hierro niega la posibilidad/necesidad de discutir su alcance? ¿La defensa radical de sus principios, sobre los que no habremos de ceder —ni un milímetro—, implica cegarnos ante las dificultades de su procedimiento? ¿De qué "plena vigencia" de la Ley de Imprenta podemos hablar si en 87 años —que yo sepa— se logró el pronunciamiento, cuestionado, de un Tribunal de Imprenta solamente una vez?

Más todavía: cuando la Constitución habla de "su ley" —junto a las normas de ética y de autorregulación—, ¿no se estará refiriendo a una todavía inexistente, más amplia, Ley de Comunicación? ¿Por qué tanta resistencia, corporativa, de privilegio, a normar/garantizar el ejercicio ciudadano de los derechos a la comunicación e información? ¿Con parapeto/fuero mediático hay democracia? Nada sin nosotros / de nosotros, nada.

Y es que mientras sigamos solazándonos en la autocontemplación sin capacidad de autocrítica, colegas, la Ley de Imprenta seguirá siendo una coraza bastante parecida a la inmunidad. O para decirlo en las autorizadas palabras (libres de sospecha) del maestro Beltrán: seguirá siendo una norma "engorrosa en su procedimiento, carente de actualización, criticada por ineficaz, especialmente por los políticos, insuficientemente conocida por las autoridades judiciales e inclusive por los propios periodistas".

¿Hacer? ¿Qué hacer? En 1987, años inaugurales de la democracia pactada —esa promiscuidad—, el senador Mario Rolón Anaya presentó un proyecto de ley (aprobado en el Senado por la hegemónica mayoría oficialista MNR-ADN), orientado a que los delitos previstos en la Ley de Imprenta sean tipificados de acuerdo al Código Penal y que su trámite procesal se sujete a las previsiones del Código de Procedimiento Penal. Qué tal. Un claro ejemplo de (proyecto de) "ley mordaza" que, por supuesto, quedó en el camino.

Tentaciones tales, tributarias del afán por controlar los medios, hubo y seguramente habrá en los patios interiores. Y estoy seguro que, así planteadas, ¡no pasarán! En ello no hay concesión posible. Pero tan autoritario como negar los principios de la Ley de Imprenta es bloquear el mandato constitucional de normar la comunicación e información (no para privilegio de los operadores mediáticos, sino como derechos de la ciudadanía).

¿Cuáles son los riesgos mayores? Identifico dos: que unos se monten en el desprecio (Ley de Imprenta a la basura) y los otros se congelen en la veneración (ni una coma se mueve).

Así, intransigentes, el debate ausente se convierte en muralla contra el desafío común, ya impostergable, de democratizar la comunicación, la información y el interconocimiento. Peor todavía. Estamos ante el renovado despropósito, gremial, de que —como bien advierte Andrés Gómez— la Ley de Imprenta "no sea más que la ley de la impunidad mediática". Suena terrible. Y lo es. Sobran silencios.

El fantasma...Un fantasma asoma, mas todavía no recorre, nuestra comarca. Es el fantasma, imperecedero, irrenunciable, de la democratización de la comunicación. Ora como necesidad, ora como mandato/demanda (allende la Ley de Imprenta), nos plantea como sociedad oportunidades y retos —también riesgos— para la (auto)regulación en contextos experimentales de cambio en democracia con difícil, todavía incierta, refundación del Estado.

Está visto: la comunicación pública (su norma, su ejercicio) es un asunto demasiado importante como para dejarlo sólo en manos de empresarios mediáticos y periodistas.

La Razón

 

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