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De ferias del libro y vientos de agosto

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Mauricio Rodríguez Medrano

Sin exagerar: el ventarrón arrecia y cierro los ojos. Luego busco a tientas las rejas del campo ferial Chuquiago Marka. Mis estudiantes (127 estudiantes con los brazos extendidos) hacen lo mismo o creo que hacen lo mismo. Es una danza de ciegos hasta que logramos ingresar a la Feria Internacional del Libro (FIL). Más tarde un amigo me dijo que así es la literatura: una apuesta ciega o tuerta pero de ninguna manera miope (aunque la peor forma de ingresar a un campo ferial con rejas y policía de por medio).

Lo primero que veo dentro son unas cebras que abrazan a mis estudiantes. Luego veo las fotografías de escritores bolivianos que se encuentran en lo alto como banderas. Un organizador me dice que hay ciertas reglas: si los estudiantes corren debo amonestarlos. Por trotar también hay amonestación. Por caminar deprisa debo llamarles la atención. “Nada de robar asientos”, dice. Le digo en son de broma que sería difícil llevarnos los asientos porque debemos regresar a pie al colegio. No se ríe y anota algo en su libreta y me da la espalda.

Recorro los stands y noto lo primero que me llama la atención: el emporio Santillana ahora es un pequeño stand dedicado a jóvenes y niños. Perdió los derechos de Alfaguara que ahora ostenta otra librería. Detalle: “La ciudad y los perros”, de Mario Vargas Llosa que costaba Bs60 ahora cuesta en la otra librería Bs120. Y así sucede con otros libros de Alfaguara.

Otros stands: los libros de Anagrama rebajaron. Eso es bueno. Por fin se nota algo la ley del libro. Existe más variedad aunque algunos libreros no saben lo que tienen. “¿Tienen algo de Pynchon?”, pregunté a un joven. Me dijo que no tenía ningún libro sobre pájaros. “¿Y Matar a un ruiseñor?”, volví a preguntar. Me respondió que nada de pájaros, sólo literatura.

Lo rescatable: hubo más variedad de literatura, de la buena literatura. Regresó Salinger pero no El guardián entre el centeno sino algunas obras menores. Por fin se puede encontrar en Bolivia algún libro de Thomas Pynchon (Mason y Dixon, La subasta del lote 49 pero no su obra maestra El arcoíris de gravedad). Algunos premios Pulitzer: Jeffrey Eugenides, Art Spiegelman (el único premio Pulitzer que tuvo un historietista con su obra maestra Maus), Philip Roth.

Lo rescatable, parte 2 (reloaded): escritores bolivianos que tienen libros memorables. Rodrigo Hasbún con Los afectos, Speeding con Catre de fierro, la mejor novela boliviana de estos 50 años. No en vano dice la autora que Felipe Delgado y Los deshabitados son soporíferas y malas novelas. También está la eterna Matilde Cazasola. Las editoriales en Bolivia crecen y aunque saben que están solas en esta lucha que es la literatura, siguen apostando a editar libros (Plural, 3600, Editorial Nuevo Milenio, El cuervo). Y un chiste: la biografía del creador de la Bomba que asemeja su creación con una canción de los Beatles.

Lo pésimo: la feria es más exposición de libro que feria de compra. Los stands de cómics no tienen ley ni gobierno: venden con el precio que quieren. No hay libreros que lean sus libros y, por lo tanto, no pueden recomendarlos o saber lo que tienen. A la Cámara del Libro le quedó corta la organización. En el taller de un escritor español había de fondo un sonido de taladro y alguna que otra cumbia villera. Desfase de horarios en las presentaciones (previsible), un lunes por la mañana cerró la feria (mis estudiantes se quedaron en la puerta con ganas de lincharme). Otro chiste: una jovencita organizadora le preguntó a una señora paraguaya sino era alguna ponente. “No”, le dijo la señora. “¿No quisiera serlo?”, dijo la jovencita. 

Lo que se debe mejorar: más invitados para talleres, verdaderos talleres y no conferencias. Es necesario profesionalizar la FIL. Eso significa que existan organizadores que no sean amigos de amigos de amigos de la Cámara del Libro. Necesitamos periodistas que cubran de verdad la FIL y no hagan sólo párrafos de la cantidad de personas que ingresaron este año (extraño a Martín Zelaya). Cantidad no significa éxito.

Pero esto debe continuar. Regreso a pie al colegio con mis estudiantes. La mayoría tenemos los ojos rojos por el ventarrón. Uno de ellos me dice: “Profe, mire, me compré algo de Shakespeare”. Me dan ganas de llorar de alegría hasta que otro estudiante dice: “Profe, mire, me compré un sombrerito judío que estaba en oferta”. En realidad era un fez musulmán.   

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